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Tradiciones
Muchas son las que se han perdido, debido fundamentalmente a la despoblación.
Para los nostálgicos recuperamos algunas.
Valen también para que sean conocidas por la gente más joven que ya no las vivió
y para aquellas personas curiosas de las historias de nuestros pueblos.
Incluimos también la tradición del enrame, que adaptada a los nuevos tiempo, sigue perdurando.
Era la noche de Reyes y comenzaba al anochecer. Después de que hubiera pasado el coche de línea. Se entraba de día y se salía de noche. Poco a poco, la sala de hombres del Hospital se iba llenando de hombres, de jóvenes de ambos sexos y de niños. Mujeres iban pocas. Estaban preparando la cena.
Y daba comienzo la subasta. Después del toque del Ángelus y después de rezarlo todos los presentes. "A ver cuánto dan por llevar el Santo Niño" decía el alguacil.
El Santo Niño era, y es, una imagen del Niño Jesús preparada en unas andas para ser llevado por una persona. Estaba allí, en la sala de hombres del Hospital, entre dos velas encendidas. Y la gente pujaba. Se solía llega hasta un importe equivalente a cuatro o cinco jornales. A veces más.
Las pujas subían rápidamente al principio: "Cinco duros", "doscientos reales". Pero pronto las pujas se paraban. Era la hora de encender la cerilla. El tiempo que tardaba en consumirse la cerilla era el tiempo que había para hacer las pujas. El alguacil encendía la cerilla, levantaba el brazo y cantaba "Ciento diez pesetas dan por llevar el Santo Niño, a la una..." Y los subastantes esperaban casi, casi, a que se quemara para añadir: "Ciento quince.
Hasta que, al fin, se llegaba a las tres, la cerilla consumida caía al suelo y el alguacil añadía el ritual "Salud al rematante". Y lo mismo ocurría con las farolas. Pero nunca llegaban a la cantidad que se había pagado por el Niño.
Y la gente se marchaba a casa. "Fulanito, el de la tía Mengana lo ha subastado; es que le ha tocado a África, ¿no sabes?" O era porque se marchaba a América, o porque iba a la mili sin más. Los comentarios no faltaban: las incidencias de la subasta, la cerilla que habían apagado los mocetes, lo poco o lo mucho que habían ofertado...
Sólo se quedaban los rematantes concretar la hora de la salida. Se nombraban los pedidores y cada cual se marchaba a su casa a cenar.
A las nueve comenzaba el recorrido por todas las casas del pueblo. Se iba primero a la casa del alcalde, donde se entraba, se tomaba algo (mazapanes, licor...). Lo mismo en la casa del cura. Y en las casas de los portadores. En las demás casas del pueblo, y se recorrían todas, el Santo Niño no entraba, a no ser que hubiese algún enfermo en cama. Todo el mundo salía a la puerta y allí se besaba al Niño, se ofrecía un trago a los portadores y a los acompañantes, y se entregaba la limosna a los pedidores.
La comitiva, formada por los portadores del Niño y los de las farolas con pañuelo a la cabeza, los pedidores, los y las jóvenes del pueblo y un representante de la autoridad, que solía ser el alguacil, subía entre villancicos y jolgorio de panderetas y castañuelas hasta la ermita de la Virgen recorriendo casa por casa. Allí el santero recibía al Niño y el cura presidía un acto que acababa con el canto de "Las Zandarias"
El día siguiente, día de Reyes, el cura, en el sermón de la Misa Mayor, daba cuenta del dinero sacado de la subasta y de las limosnas de todo el pueblo y ponía fecha para los funerales por todos los fallecidos del pueblo. Hasta ellos se beneficiaban de la fiesta.
En la subasta del 5 de enero 1967, "se dieron 52 pesetas por llevar el Santo Niño y 20 por las farolas". Y seguía el cronista: "Por las calles salió bastante; pero es muy probable que el próximo año no haya". Y, como otras, desapareció esta tradición en la década de los 70 del siglo pasado, aunque el Santo Niño aún recorrió las calles en enero de 1984, ya sin subasta.
"Todos los sábados se celebra un mercado muy concurrido en esta villa, encontrándose en él granos, legumbres, frutas, pimientos, cabritos y demás artículos de primera necesidad, y ahasta de lujo". Así cuenta el diccionario de D: Pascual Madoz, publicado a mediados del siglo pasado, cómo era el mercado de Soto cuando Soto tenía 585 vecinos y 2.524 almas.
Los que lo hemos conocido en la primera mitad de este siglo tenemos que decir que concurrido, sí. Pero el grueso del mercado eran los cerdos. Cerdas cebadas, crías para engordar en tres o cuatro meses y tetones, sobre todo tetones.
Los bajaban de todos los pueblos en unos cajones que tenían en la parte de arriba una rejilla para que respirasen bien y la puerta en uno de los extremos. Se colocaban uno a cada lado de la caballería, bien atados a la salma, y así venían desde todos los pueblos de la Sierra. Los compradores, por lo menos en mayor número, venían de La Rioja. Subían con caballos y con carros que para nosotros, los chavales, eran una cosa rara. Por todo haber, en Soto había un carro.
Los descargaban en la plaza. Con los mismos cajones y aprovechando las paredes y los cajones de otros hacían una especie de cercado o corralito donde quedaban los cerdos esperando comprador. La plaza se llenaba. Detrás del muro que protege la plaza del río se ataban las caballerías, aunque los sábados había caballerías por todas partes. O por lo menos eso nos parecía a nosotros, los chavales, que a la hora del recreo procurábamos perdernos en aquel laberinto. Y hablando de caballerías, el día del mercado el herradero tenía trabajo asegurado. Estaba bajo el camino del cementerio al lado de la carretera. También era el día apropiado para el esquile. Desde Trevijano bajaban los esquiladores que dejaban a burros, mulas o caballos con una nueva imagen.
Estaba la plaza llena y tenían que pasar al Cascajar, o a la Placita. En la calle que sube al Cristo, se ponían los que vendían pimientos y fruta que subían de Leza o Ribafrecha. Los higos era la fruta que más nos llamaba la atención, quizá porque en Soto casi nunca maduraban.
Veíamos cómo ofertaban y como pedían; cómo alguno, al ofertar, sacaba el fajo de billetes para hacer mella en el vendedor, y cómo el "hombre bueno" partía la diferencia y los tres se daban un apretón de manos y se cerraba el trato; sacaban la bota y un trago bebido juntos era la rúbrica. Se marcaban los cerdos y, acabado aquello, marchábamos a ver otro trato.
En el verano apenas si venía nadie; el de las telas y algún estañador o alambrador o puede que algún vendedor de alpargatas. Y en el invierno, con las nieves, tampoco. Primavera y otoño eran el tiempo bueno para el mercado, pero los mejores mercados eran los que se celebraban alrededor de San Miguel, acabadas las labores del verano. Entonces era cuando no se cabía en la parte baja del pueblo.
A las cuatro o cinco de la tarde ya no quedaba nadie. La plaza estaba llena de basura, y el barrendero, que había subastado las basuras de las calles (es decir, que había pagado al Ayuntamiento por barrer las calles para recoger la basura), empezaba su trabajo. Y al anochecer todo estaba como si no hubiera pasado nada.
Había en Soto muchas ermitas. Y en determinados días tenían su culto, que iba marcando el paso del año.
El 17 de enero se abría el año con la fiesta de San Antón, patrón de los animales. Mucha gente acudía a la ermita, cuyo edificio aún se conserva sobre los huertos que llevan su nombre. Después de la misa se bendecía a los animales y los hombres jugaban a la taba delante de la ermita.
San Babilés, con su ermita en el cruce de los caminos a Treguajantes y las "Alpujarras", se celebraba el día 24 de enero; apenas nadie subía hasta allí, pero el que lo hacía llevaba con él su bollo caliente de pan con chorizo que se agradecía. San Blas, dentro del pueblo, atraía a mucha gente, que llevaba sal, azúcar, harina, trigo y hasta tabaco para bendecirlo. Al fin y al cabo era considerado el patrón de los males de garganta
La Cuaresma daba entrada a los ritos que se celebraban en la ermita del Campo. Todos los domingos de ese periodo se hacía el Vía Crucis por la tarde. Se salía en procesión desde la iglesia y el Vía Crucis comenzaba al llegar a la carretera. Allí está la primera estación. Y de estación en estación, cantando y rezando -y paseando a los bebés que habían nacido durante el invierno- hasta llegar a la ermita donde se cantaba el "Santo Dios..."
Después, en la iglesia, tenían lugar los llamados "Ejercicios": siete decenarios de la Corona Dolorosa con la representación de la Pasión. Pocos soteños de más de 50 habrán olvidado los cañazos que recibieron en "La Caña" o de aquel "Acordémonos, hermanos, que nos hemos de morir" que nos decían con la calavera en una mano y una vela en la otra. Y, cuando llegaba la Semana Santa, se ponía el monumento (impresionante construcción mediante bastidores con lienzos pintados que cubría todo el altar mayor, la cofradía de "los del gorro colorado", las procesiones hasta el Campo...
En otoño llegaba San Martín, el 11 de noviembre: misa en la ermita y bollo. Mayores no subían muchos, pero de los niños no faltaba ni uno. Terminada la misa, casi siempre con sol por aquello del veranillo de San Martín, sacaban a la entrada de la ermita el cesto, que nos parecía enorme, y daban a cada uno un bollo de pan.
Es una tradición que sigue viva y que se ha ampliado a las dos fiestas: San Esteban y la Virgen del Cortijo.
Aunque actualmente son las importantes las primeras, cuando Soto era un pueblo centrado en el campo, las de la Virgen, que se celebraban los días ocho y nueve de septiembre, una vez acabada la recoleccion, eran las principales. Y era dentro de ellas cuando se celebraba esta tradición.
La fiesta empezaba la víspera, y en el toque de las doce se volteaban las campanas. Al atardecer se cantaban "solemnes vísperas" -así decían los programas de fiestas-, a las que acudía el Ayuntamiento en pleno y a las once de la noche se quemaba en la Plaza la hoguera.
Cuando ya se había apagado la hoguera y acabado el baile, la gente se marchaba a casa después de haber hecho la última visita a los zurracapotes. Era entonces cuando los mozos empezaban a preparar el enrame.
Primero había que cortar ramas de chopo. Esto se hacía en las choperas cercanas: en La Isla, en los chopos del Mateíto en en los que había cerca del pozo Pichinino. La poda no era de lo más ortodoxa: de noche, sin herramientas... alguna vez, además de ramas, también se rompía alguna punta. Pero al final quedaban preparados unos buenos brazados de ramas. Por grupos se repartían por todo el pueblo y se colocaba una rama en el balcón o ventana de las casas donde había mozas, bien fuesen del pueblo o hubieran venido a las fiestas. Se suponía que las chicas más solicitadas o las que tenían novio se llevaban las ramas más hermosas. También se daba por supuesto que los ramos debían colocarse en la ventana de la habitación donde la chica dormía, pero eso, dadas las características de las casas de Soto, y aunque a veces se utilizaban escaleras, era a menudo imposible. Terminada la colocación de las ramas, se quedaba en la hora para salir a pedir el ramo.
Al día siguiente, pronto, se juntaban los mozos en la Plaza con los músicos -la charanga- y recorrían las calles del pueblo con gran algazara, a veces con un burro engalanado y cargado con unas alforjas, tocando pasacalles y llamando en cada casa en la que habían colocado un ramo la noche anterior, y las chicas debían dar dinero. No faltaban algunas que se quejaban de que su ramo era más pequeño que el de otra, de que el ramo estaba en una ventana que no era la suya, o de que los músicos no se habían parado en su puerta. Todo ello formaba parte de la tradición.
Una tradición que se mantiene, con los cambios necesarios: actualmente se celebra en las dos fiestas patronales; participan en ella tanto chicos como chicas; se pone un ramo en cada una de las casas, sin mirar si hay mozas o no.
¡Que suba la maroma! La maroma era el instrumento clave a la hora de "poner el monumento". Porque ésa era la expresión popular: se ponía el monumento; y se quitaba después. Se trataba de un retablo móvil, como había en otros pueblos de la sierra, que cubría todo el hueco del altar mayor de la iglesia. Se instalaba el miércoles santo y se desmontaba pasados los oficios del Viernes Santo. Durante esos días, el ábside de la iglesia permanecía oculto por una estructura de treinta y seis bastidores de madera con lienzos en los que estaban pintadas escenas de La Pasión y arquitecturas.
La altura alcanzaba los once metros y la anchura, que era la del ábside, cerca de ocho.
Lo más difícil -peligroso incluso- era subir y encajar en los pilares laterales (en sendos huecos que durante el resto del año estaban tapados) el madero que serviría de apoyo a la estructura de bastidores que mantenían los cuadros que formaban el monumento. Escaleras grandes y pequeñas, de tijera o de triple tramo, cuerdas, órdenes, gritos... ¡Que suba la maroma! Eso es lo que se veía abajo; sobre la bóveda, la estampa era otra: dos hombres en el torno de madera sobre el que iba enrollándose la famosa maroma y otro con la oreja pegada al suelo sobre uno de los varios agujeros que había tratando de oír las órdenes que se daban desde abajo. Porque había un director aunque no tuviese ese nombre. A veces, incluso dos; y entonces la confusión estaba servida. Pero después de muchos gritos, de subir y bajar la maroma, el madero quedaba ajustado en sus huecos y sujeto con cuñas. Incluso podrían ya andar sobre él, habitualmente alguna de las personas más jóvenes de la cofradía "del gorro colorao".
Todas los hombres que montaban el monumento pertenecían a esta cofradía, a los que luego veríamos con su alabarda y el gorro que les daba nombre, un gorro que recordaba la barretina catalana, en las procesiones de Semana Santa que transcurrían entre la ermita de El Campo y la iglesia. Ellos eran los encargados de acompañar el paso del Sepulcro y de "vigilarlo" luego; y de pedir "limosna para el entierro de Cristo".
La mañana del miércoles santo trabajaban sin gorro, pero duro. A mitad de la tarea había un descanso para el almuerzo. Aunque, una vez colocado en su sitio el madero, el resto de la tarea se vivía ya con más tranquilidad. Había que ir encajando en su sitio, como si de un gran mecano se tratase, cada uno de los cuadros: en el frente, en los laterales, incluso como techo. Eran unos bastidores con lienzos en los que estaban pintados diversos personajes y escenas de la Semana Santa.
Al pie del frontal, dos soldados; y arriba, junto a la bóveda, el balcón de Pilatos (tres balcones en nuestro caso). En el interior, la Oración en el huerto, el Prendimiento, el Lavatorio de pies y la Última cena además de otras escenas menores; en el frontal del altar, un Cristo yacente. Todo ello se ensamblaba mediante clavijas de madera y pequeños ganchos de hierro.
Para subirlos a su sitio se utilizaban cuerdas de las que tiraban desde "las bóvedas". El más complicado de colocar era la "medialuna", que coronaba el monumento y se ajustaba al arco de la bóveda. Estaba compuesto por tres partes (era la única manera de poder guardarlo luego) que había que encajar primero. Aquí volvía de nuevo el nerviosismo y se oían otra vez los gritos de "¡Que suba la maroma!" y "¡Cuidado!" Era el momento final: el enorme cuadro iba subiendo poco a poco, asegurado con cuerdas desde abajo también para que no rozase ni en los laterales ni en el resto de la estructura. Una vez colocado en lo más alto, a centímetros de la bóveda, y unido a los bastidores de debajo con las clavijas correspondientes (y al madero también), la maroma quedaba sujetándolo hasta que, pasados los oficios del Viernes Santo, los mismos hombres procedían a la tarea inversa. Durante la misa del Jueves Santo y los oficios del Viernes, el enorme retablo móvil iba a presidir las celebraciones.
Mientras tanto, y a pesar de haber por medio ayuno y abstinencia, los del gorro "colorao" mantenían la comida de hermandad que consistía en alubias blancas con chorizo y...
Que el juez y el alcalde llevasen la vara de mando ocurría en muy pocas ocasiones a lo largo del año; sólo en las fiestas patronales, el Corpus y el día de Jueves Santo (en ésta última fiesta en el ofertorio cedían la vara al celebrante, que se la devolvería el Domingo de Pascua). Uno de estos días solemnes era el día de la Fiesta de los bienhechores; una fiesta medio civil, medio religiosa.
Se celebraba el día 9 de septiembre, segundo de las fiestas patronales y comenzaba con la asistencia del Ayuntamiento en pleno a la llamada misa mayor. Habían salido previamente desde el edificio consistorial y llegaban a la iglesia acompañados por la banda de música y lanzamiento de cohetes. Los miembros de la corporación y el juez de paz ocupaban los dos bancos especiales destinados a las autoridades colocados perpendicularmente al altar mayor y a los bancos del resto del pueblo, uno frente al otro. El alcalde, en primer lugar, en el banco de la parte del Evangelio; el juez, el primero en la parte de la Epístola; en el resto de los sitios los concejales; y, el último, el secretario. La misa era de riguroso negro, ya que se trataba de un funeral por "todos los bienhechores de Soto".
Cuando se hablaba de "bienhechores" en Soto, había que establecer dos grupos: al primero sólo pertenecía D. Juan Esteban de Elías; al segundo, todos los demás. Por una parte el fundador de las Escuelas, que desde 1921 tenía dedicada una estatua en la plaza; por otra el resto de personas que a lo largo del s XIX y primeros años del XX habían ido creando diversas fundaciones que prestaban a los soteños algunos servicios o que ayudaban económicamente o en los estudios a hijos del pueblo. Pero el funeral que se celebraba en este segundo día de las fiestas era común por todos ellos; igual que el resto de los actos.
Terminada la ceremonia religiosa, se organizaba una especie de procesión cívica hasta la plaza. A la cabeza iban los niños de las escuelas (párvulos, niños y niñas) organizados en filas por sus maestros. Cada uno llevaba su ramo de flores (una cosa sencilla, que no había floristerías). Detrás los concejales, el juez y el alcalde, los sacerdotes que hubiesen celebrado la misa, la banda de música interpretando pasacalles y el resto del pueblo.
Al llegar a la plaza, los chavales depositaban sus flores a los pies de la estatua (más que a los pies, en la base y dentro del enrejado). Se hacía el silencio de la música y el párroco rezaba un breve responso. Una vez terminado, le llegaba el turno al alcalde, que debía lanzar los gritos de rigor: "Vivan los bienhechores de Soto", "¡Viva Don Juan Esteban de Elías!", "¡Viva la Virgen del Cortijo!", que eran contestados con entusiasmo; no en vano estábamos de fiestas.
Y llegaba el momento de los discursos. Discursos, o poesías, o narraciones... Se trataba habitualmente de una exaltación de lo soteño. Lo normal era que se pronunciasen desde el quiosco de la música y podían ser varios los "oradores". Los aplausos eran generosos y, una vez terminado el acto, la música iniciaba su "concierto de mediodía". Dentro del Ayuntamiento, el consistorio ofrecía pastas y moscatel.